Cuando uno desde la distancia, en este caso obligada para
tener un mínimo de perspectiva, oye y escucha a diario, las manifestaciones de
los nacionalistas catalanes con su presidente a la cabeza, no tiene por menos
de asombrase del desconocimiento de la Historia que tienen en esa comunidad.
¿Cómo es posible que un pueblo moderno, y en teoría culto, no
se dé cuenta de la manipulación al que le tienen sometido, la caterva de
dirigentes cuyo único denominador común y única habilidad demostrada, es la de enriquecerse en
el ejercicio de poder?
¿Cómo no son capaces de ver que son el único pueblo de España
que no echa la culpa de sus problemas a los demás, en vez de pedir
responsabilidades a los suyos?
¿Cómo no son capaces de responder ante las injusticias, que
en aras a su nacionalismo, se ven sometidos un sinnúmero de conciudadanos?
¿Cómo no son capaces de valorar la santa paciencia de la que
está haciendo gala el pueblo español ante la sinrazón, los despropósitos, y
hasta la chulería de la que hacen ostentación sus voceros.
Es curioso comprobar como los sentimientos más profundos del
ser humano son los que producen las mayores catástrofes. Los sentimientos
religiosos, por ejemplo han sido, y siguen siendo fuente de calamidades sin
cuento: El “Dios lo quiere” de las cruzadas, el “Alá es grande” de la Yihad. Han
sido a lo largo de la historia el soniquete que todo lo justificaba.
Muertes, violaciones, pueblos enteros masacrados, calamidades
en nombre de doctrinas que sobre el “papel”
solo hablan de concordia, respeto, amor, misericordia. Doctrinas con cientos de
testimonios de sacrificio, entrega, y amor al prójimo. Pero, qué contar de las
barbaridades que en su nombre se han perpetrado.
La Iglesia Católica,
por poner un ejemplo cercano y más conocido, que con el pretexto de perseguir
herejes no hizo otra cosa que consolidar el poder de nobles y reyes. O los
luteranos que a la vez que se veían perseguidos por los católicos del Duque de
Alba, andaban machacando los
anabaptistas, los primeros comunistas de la historia, que se les fueron de las
manos; y estos últimos matando a diestro y siniestro, a todos los que no
seguían su doctrina. Todavía resuena en el mundo árabe la masacre que se
produjo en Jerusalén después de su conquista por Godofredo de Gullón en la Primera
Cruzada, mataron a musulmanes, judíos y a los cristianos allí residentes. Claro
eran colaboracionistas. Para qué seguir con lo que es de sobra conocido.
En el siglo XX, la religión fue dando paso a las ideologías;
lo que no dejaba de ser para muchos una nueva religión. En su nombre una vez
más se cometieron de nuevo toda clase de violaciones e injusticias. Nunca en la
historia de nuestro mundo, y en tan corto espacio de tiempo, se amontonó tanta muerte y tanta destrucción,
como la que se hizo en aras del fascismo y el comunismo. Las nuevas religiones
fueron la peste de nuestro tiempo. Sobre el “papel”, el nacionalsocialismo y el
comunismo tampoco dejaban entrever que pudieran ser germen de tanta barbarie.
Algo parecido ocurre con los sentimientos de pertenencia. Los
nacionalismos, ese sentimiento íntimo de amor a lo tuyo a los tuyos a lo que te
rodea, a tu cultura, a tus raíces, a tus antepasados, a tu tierra. Sentimiento
entre bucólico, poético, siempre mítico, que te identifica como persona, que no
te obliga a preguntarte quien eres, que eres, como eres, no sea que te lleves
una sorpresa. Eres de la tribu, de tu tribu, no tienes que preguntarte nada
más. Hacerse preguntas sobre uno mismo siempre es embarazoso, y más si las respuestas las sospechas en tu fuero interno, porque
tonto no eres.
No tienes necesidad de ser justo con todos, solo con los
tuyos. Ni solidario, solo con los tuyos. Ni respetuoso, si no es con los tuyos.
Solo tienes obligaciones contigo mismo. Solo tienes que responder ante ti y los
tuyos. Has hecho un monumento a la primera persona del pronombre: yo, mí, me, conmigo.
Igual que los fascistas, comunistas o los cruzados, todo te
está permitido: “Dios lo quiere”. La pertenencia a la tribu te justifica.
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