El pasado viernes por la noche vi
en la tele como unos energúmenos increpaban a Marcial Marín, Consejero de Educación de la Junta de
comunidades de Castilla la Mancha. Desde aquí le mando un abrazo. Me sorprendió
que en un programa de una cadena de ámbito nacional –la Sexta- fuese noticia un
Consejero de la Junta. Mi sorpresa terminó cuando conocí el contenido del
mismo: iban a hablar sobre el acoso que están sufriendo los políticos del PP
por parte de los afectados por desahucios, preferentes y otros.
En el programa aparecieron toda
una serie de grabaciones en las que aparecían nuestros compañeros, objeto de
todo tipo de insultos, amenazas, y vejaciones. Imágenes durísimas, que ni
siquiera los muchos años de experiencias en política me permitían digerir.
Imágenes que te traen a la cabeza las palabras del Duque de Zalamea: “al Rey la
hacienda y la vida se ha de dar pero el Honor es patrimonio del Alma y el Alma solo es de Dios”
Al día siguiente, sábado,
barruntando los largos días de vacaciones, empecé a leer el último libro de la
trilogía de Ken Follett: “El Invierno del Mundo”. Las primeras páginas
relataban los sucesos ocurridos en Alemania en el año 1933, que fue el año de
la quema del Reichstag y de la ocupación del poder por parte de Adolf Hitler.
En aquella ocasión los “camisas pardas”
se dedicaron, con la inacción cómplice de la policía y las instituciones de le
efímera República de Weimar, a quitar del medio a todos sus enemigos políticos,
de cara a las elecciones generales que
se tenían que celebrar en los próximos meses. Se quemaron periódicos críticos
con los nazis, se encarcelaron decenas de miles de comunistas, o se dieron
palizas a cualquier persona hostil con el nuevo orden.
Pero a pesar de todos esos
esfuerzos, el partido nazi no obtuvo mayoría absoluta como ellos pensaban:
obtuvieron un cuarenta por ciento de los miembros de la cámara. Insuficientes para
gobernar a su antojo. Para resolver ese pequeño inconveniente, Hitler decidió
en la primera sesión del parlamento presentar la ley de Habilitación, que como
su propio nombre indica habilitaba al gobierno para, vía decretos, gobernar a
su gusto sin contar con el parlamento. Hacía falta una mayoría cualificada que
Hitler no tenía, pero a base de trampas: no computando a los diputados
comunistas que metió en la cárcel. Amenazas de persecución a los católicos del
partido de Centro, y chantajes al resto consiguió la mayoría de dos tercios exigidos
por la legislación vigente en ese momento. Un Reichstag recién salido de las urnas, tomado
hasta el último de sus rincones por los “camisas pardas”, se hizo el haraquiri.
Según avanzaba en la lectura de
esas páginas empecé a ver el paralelismo entre ambos sucesos. Los sucesos del
Congreso, cuando estos energúmenos no pudieron controlar su frustración por la
admisión a trámite de la Ley que ellos mismo proponían. Lo que indica a las claras que a estos poco le importan los
desahucios. El acoso a los diputados y a
sus familias por parte de grupos organizados. La falta de respeto al cumplimiento
de la Ley. La pasividad de las fuerzas del orden y de las instituciones a esta coacción
al poder legislativo. Y sobre todo la chulería con que estos señores se
manifiestan, fruto indudable de la impunidad con la que se sienten.
Oyendo relatar a Esteban González
Pons lo ocurrido en su casa, se vinieron a mi mente los fantasmas de otro hecho
ocurrido por aquellos años en España, la visita de otros energúmenos a la casa
del jefe de la oposición. José Calvo Sotelo, se llamaba.
Siempre he defendido la teoría de
que la izquierda ocupa el poder por las buenas o por las malas. Cuando
gobiernan los suyos se reparten el Estado hasta la ruina. Cuando mandan los
demás se procura que les dure lo menos posible. Con este objetivo todo vale: preferentes,
desahucios, onceemes, y veintitresefes.
¿Por cierto, como es posible que
estos personajes aparentemente sin recursos, localicen con cámara de televisión
incluida, a un consejero de Castilla la Mancha de paso por la estación de
Atocha para montarle el número? Lo dicho, pura mafia.
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