Hace unos días entraba a visitar
a un familiar en el hospital de La Paz, cuando me abordaron los miembros de un
piquete informativo que estaba recogiendo firmas a favor de la “Sanidad
Pública”. Les dije que no iba a firmar porque era partidario de la gestión privada
de la Sanidad: “el primero que nos dice semejante cosa” me espetaron; “y si queréis os lo explico” les contesté yo.
Se quedaron un poco pensativos calculando si merecía la pena dedicarme siquiera
unos minutos. “A ver como lo explicas”, me dijo una chica con una actitud de incredulidad.
“Por resumíroslo en una frase, os diré que en la gestión pública de la sanidad
hay más negocios privados que en la propia gestión privada”. Lo entendieron a
la primera.
La gestión privada de los
servicios tiene ventajas evidentes: en primer lugar sabemos lo que nos cuestan,
cuestión esta importante a la hora de asignar los recursos. Por el contrario en
la gestión pública el coste del servicio es difícil de acotar, pues aunque se
asigne una cantidad en el presupuesto, esta se hace generalmente incrementando
la del año anterior. No hay “presupuesto base cero”. Esa cantidad a lo largo
del año se ve alterada con todo tipo de modificaciones presupuestarias,
producto de necesidades no previstas, creadas o ficticias, que hacen que la
partida inicial se parezca poco o nada a la que resulta a final de año.
En la gestión privada existe un
pliego de condiciones que ajusta exactamente las obligaciones del adjudicatario
del servicio. El supervisor público, por tanto, puede exigirle al adjudicatario
el cumplimiento de todas y cada una de sus obligaciones. En el caso de la
gestión pública el gestor público tiene que exigirse a sí mismo el cumplimiento
de esas obligaciones, lo que es harto difícil.
En la gestión privada las
condiciones en que se prestan los servicios se fijan de antemano, solo se
pueden modificar previa negociación entre el adjudicatario y el supervisor. En
la gestión pública las condiciones de prestación de los servicios se hacen,
según mejor convenga a la Administración: circulares, órdenes, directrices sin
ningún rango jurídico, frecuentemente, dejan la normativa legal aprobada en el Parlamento irreconocible. Más
por si eso no fuera suficiente al funcionario público siempre le quedará el
“cartel”; institución sacrosanta que deja las condiciones de prestación de
muchos de esos servicios a la conveniencia de la persona encargada de su
gestión.
Pero donde la gestión privada se
ve más eficaz es a la hora de resolver conflictos entre el adjudicatario y el
usuario. En el caso de conflicto con el adjudicatario, el ciudadano tendrá de
su parte un pliego de condiciones claro, y además al supervisor público, pues
si no fuera así se le “vería el plumero”. En el caso de conflictos, cuando la
gestión es pública, el usuario tiene en su contra todo el peso del poder
público. Es más, si el conflicto tuviese alguna relevancia política, además
tendrá enfrente todo el poder político. Es frecuente ver como los recursos ante
la Administración son papel mojado que no son contestados, o lo son con cartas
tipo en las que no se entra en el fondo del asunto, quedándole al usuario
solamente la salida de los tribunales. “Si no está de acuerdo se va al
contencioso” frase típica de quienes no sienten tener ninguna responsabilidad
ante los ciudadanos, o si la sienten como nadie se la exige, pueden hacer uso
de tanta soberbia administrativa como les venga en gana.
En la gestión privada las
relaciones entre empresa y trabajadores se hace en base a la legislación
vigente y a los convenios colectivos. En la gestión pública el compadreo, en
unos casos, y los intereses políticos en otro, dejan al pie de los caballos a
los propios administradores públicos que sopesan mucho enfrentarse a sus
responsabilidades cuando no tienen seguro si sus superiores, en ocasiones
políticos, no les van a dejar con el culo al aire.
En la gestión privada hay
objetivos y si no se cumplen se piden responsabilidades. En la pública a lo
mejor también los hay, en muchos casos no; pero si habiéndolos no se cumplen no
pasa nada.
Y por último, no podemos dejar de
destacar un punto de suma importancia. El sentido patrimonialista que tienen a
menudo los trabajadores públicos del puesto que ocupan. Aquello es suyo…para lo
bueno, que para lo malo es de todos. Aquí me viene a la memoria una anécdota
personal. Cuando el PSOE de Toledo contruyó, previo regalo del crédito, su sede
de Santa María la Blanca; la Junta de Comunidades presidida por Bono les hizo
otro regalo, el proyecto de remodelación de la plaza del mismo nombre que le da
entrada. En esa tesitura me asombró la actitud del arquitecto municipal de Toledo
cuando en la Comisión de Urbanismo de ese ayuntamiento, protestó enérgicamente porque él no había sido
el autor del proyecto. Solo él se creía autorizado a diseñar Toledo.
No es una cuestión ideológica lo
que aquí se plantea, por más que la izquierda pretende lo contrario, es una
cuestión de eficiencia. De que se presten los servicios sin necesidad del
expolio tributario a que nos tienen sometidos. Y esto lo sabe la izquierda. Lo
que ocurre es que la gestión pública les viene a ellos muy bien, para cumplir
su sacrosanto objetivo: vivir del Estado lo mejor posible. ¡¡Guerra colócanos a
tóos!!